
La batalla cultural es la realidad que determina si una sociedad avanza o retrocede. Es la pelea por lo que pensamos sin darnos cuenta, por lo que aceptamos sin cuestionarlo, por lo que normalizamos aunque nos perjudique. Y sí, es un acto heroico, porque requiere coraje moral en un contexto donde la mentira organizada tiene poder, dinero, estructura y décadas de ventaja.
Durante años, el peronismo y la izquierda que dominaron provincias enteras, construyeron algo más profundo que errores económicos, construyeron una cultura. Esa cultura enseñó a desconfiar del mérito, a no valorar el progreso individual, a asociar riqueza con culpa y pobreza con virtud. Enseñó que el Estado era salvador, que la dependencia era un derecho, que la crítica era odio y que los privilegios no debían cuestionarse.
Pero esa maquinaria no es indestructible. La batalla cultural existe porque millones de personas empezaron a notar la grieta entre la propaganda y la realidad. Esa grieta abrió la posibilidad de cuestionar décadas de manipulación. Ahí nace la oportunidad. Ahí nace el cambio. Ahí empieza la discusión, la cultura que queremos para nosotros y para las próximas generaciones.
VIVIENDAS MAL CONSTRUIDAS: EL PERONISMO COMO FÁBRICA DE MEDIOCRIDAD
Miles de familias catamarqueñas recibieron casas con humedad, instalaciones peligrosas, techos hundidos y filtraciones constantes. Ese desastre no fue un accidente ni un descuido, fue una forma de pensar, una señal cultural.
¿Sabés cuál?
“Con esto te alcanza. No esperes más. No merecés más.”
El populismo tomó la estafa y la convirtió en “obra social”.
Criticar era ser “desagradecido”.
Exigir calidad era “elitismo”.
La batalla cultural consiste en decir lo obvio que la política ocultó, una vivienda digna no es un lujo, es un derecho moral vinculado a la dignidad humana. Aceptar algo indigno como normal es la derrota cultural más profunda.
IMPUESTOS QUE CASTIGA A LOS QUE MENOS TIENEN: LA IZQUIEDA COMO INGENIERÍA DE CULPA.
El peronismo logró instalar que pagar impuestos altísimos era “solidario”, “necesario” o “patriótico”.
Les hicieron creer a los más pobres que sostener un Estado ineficiente, lento y corrupto era un acto patriótico.
La lógica fue:
– Te sacan más plata de la que tenés
– Te dicen que es por el país
– Y encima te hacen sentir culpable si protestás
Eso no es solidaridad, es explotación emocional.
Y esa explotación es una herramienta cultural para domesticar a los ciudadanos.
Una cultura sana dice:
“El que menos tiene debe tener menos carga, no más.”
Una cultura populista dice:
“Callate y pagá, que no entendés nada.”
VACUNATORIO VIP: EL PRIVILEGIO COMO ADN.
El escándalo del vacunatorio VIP en pandemia, dejó algo al descubierto:
No éramos todos iguales.
Nunca lo fuimos.
Y ellos nunca intentaron que lo fuéramos.
Mientras ancianos, médicos y personas en riesgo esperaban, políticos, sindicalistas, funcionarios, amigos y familiares
se vacunaban antes que todos.
Ahí se rompió un mito central de la narrativa peronista, la idea de que el Estado trata a todos igual.
La batalla cultural consiste en recordar ese hecho, entenderlo como síntoma y no permitir que vuelva a repetirse la mentira de la igualdad ficticia.
ESCUELAS Y HOSPITALES DESTRUIDOS.
Las escuelas de la provincia tienen techos que gotean, baños clausurados y aulas sin calefacción ni ventilación.
Los hospitales muestran pasillos vacíos, falta de médicos, falta de insumos, falta de mantenimiento.
Pero si uno escucha los discursos peronistas, parece que vivimos en un oasis de “justicia social”, “modelo sanitario de inclusión” y “presencia del Estado”.
Eso no es sólo una contradicción, es una operación cultural.
Es construir un universo donde las palabras reemplazan la realidad.
La batalla cultural es simple, clara y necesaria, mostrar lo que es, no lo que dicen que es.
CAMBIAR EL LENGUAJE POLÍTICO: DESMONTAR LA INGENIERÍA VERBAL DE LA IZQUIERDA.
El populismo ganó mucho control cambiando palabras:
– “plan” se volvió sinónimo de “derecho”,
– “dependencia” se volvió “protección”,
– “crítica” se volvió “odio”,
– “trabajo duro” se volvió “explotación”,
– “ahorro” se volvió “insensibilidad”,
– “propiedad privada” se volvió “privilegio”.
La izquierda siempre entendió que el que domina el lenguaje domina la moral.
La batalla cultural es devolverle a las palabras su significado real:
– Plan no es futuro
– Dependencia no es libertad
– Esfuerzo no es opresión
– Progresar no es delito
– Pensar diferente no es odiar
– Criticar no es ser enemigo del pueblo
Cambiar el lenguaje cambia la cultura.
Cambiar la cultura cambia el país.
MICROBATALLAS SIMBÓLICAS.
No todo se decide en grandes debates.
A veces, el cambio empieza por cosas pequeñas:
– Cuando se impuso el lenguaje inclusivo en trámites oficiales sin que la gente lo pidiera, eso no fue diversidad, fue imposición.
– Cuando los libros escolares contaron la historia de los 70 recortada, eso no fue memoria, fue propaganda.
– Cuando se intentó justificar la violencia política del pasado, eso no fue revisión, fue reivindicación sectaria.
Eso no es diversidad, ni memoria, ni justicia, es propaganda.
La batalla cultural consiste en recuperar la realidad, toda la historia, todo el debate, todas las voces, todos los hechos.
¿QUIÉN DEBE DAR LA BATALLA CULTURAL?
La dan los que trabajan, los que estudian, los que enseñan, los que emprenden, los que producen, los que se hartaron, los que quieren otra cosa para los hijos.
La cultura cambia cuando la gente común decide decir la verdad.
Lisandro de la Torre lo sintetizó con una lucidez eterna:
“Yo sé que no llegaré, pero llegará la juventud si persevera, trabaja y estudia”.
La batalla cultural es continuidad moral entre generaciones.
Un país cambia por la decisión de los ciudadanos.
Un país cambia por la valentía de quienes votan distinto.
Un país cambia cuando renuncia a repetir a los mismos corruptos de siempre.
Un país cambia cuando elige políticos honestos en vez de farsantes profesionales.
Un país cambia cuando el pueblo entiende su propio poder.
Y sí, la batalla cultural es un acto heroico.
Porque es un acto de resistencia moral contra una maquinaria que vive de mentir.
Es una responsabilidad cívica porque de ella dependen las próximas generaciones.
Es un deber ético porque la verdad siempre tiene un costo.
Y es una oportunidad histórica porque la decadencia finalmente quedó expuesta.
O cambiamos nosotros, o no nos cambia nadie.
Como dijo Shakespeare:
“El destino es el que baraja las cartas, pero nosotros somos los que jugamos”.
Y ahora, por primera vez en décadas, podemos jugar la nuestra.
